En mi orate carrera hacia ningún sitio atravesé ríos, montañas, pueblos y ciudades* de todos los colores y sabores, pero ninguna localización me hizo frenar el ritmo (no me preguntes por qué), sólo sé que al llegar a unos gallineros me dió por hacer piruetas en la pradera y tuve que echar mano al ventolín, que es mi gran compañero de viajes.

Y así, descansado un rato en lo que parecían los restos de un coche tuneado por los "quintos" del pueblo, volví a soñar despierta con el sol calentándome el cuerpecico y esas gafas de sol que tan bien me sientan (todo hay que decirlo) y medité sobre las cosas de la vida y las cosas del querer... muy a gustico !si señor!.

El tiempo que pasé en esta posición nadie más que mi lumbago sabría calcularlo, y fue el discreto sonido de mi barriga el que dio la voz de alarma y me incitó al movimiento. 

Como no había sido precavida en esto del "minchar" y a falta de pan** buenas son tortas, metí la mano en el gallinero y a los dos huevos que robé les hice un agujero y los engullí sin pensarlo dos veces. Total, a mí me suele gustar todo...

Mientras la felicidad del ignorante reinaba en mí la vida era de color de rosa chicle y nada podía hacerme bajar de las nubes. Ni el pecado*** (o el pecador) más seductor podía persuadirme para volver atrás sobre mis pasos, alea iacta est!, me dije en voz tan alta que hasta di un respingo del coche y tomé la decisión más importante de mi vida:

Seguir con el periplo allá donde el destino quisiera llevarme.